jueves, 26 de mayo de 2011

PUNTERO IZQUIERDO de Mario Benedetti

(Montevideanos, 1959)
A Carlos Real de Azúa

VOS SABÉS LAS que se arman en cualquier cancha más allá de Propios. Y si no
acordate del campito del Astral, donde mataron a la vieja Ulpiana. Los años que
estuvo hinchándola desde el alambrado y, la fatalidad, justo esa tarde no pudo
disparar por la uña encarnada. Y si no acordate de aquella canchita de mala
muerte, creo que la del Torricelli, donde le movieron el esqueleto al pobre
Cabeza, un negro de mano armada, puro pamento, que ese día le dio la loca de
escupir cuando ellos pasaban con la bandera. Y si no acordate de los menores de
Cuchilla Grande, que mandaron al nosocomio al back derecho del Catamarca, y
todo porque le había hecho al capitán de ellos la mejor jugada recia de la tarde.
No es que me arrepienta ¿sabés? de estar aquí en el hospital, se lo podés decir
con todas las letras a la barra del Wilson. Pero para jugar más allá de Propios hay
que tenerlas bien puestas. ¿O qué te parece haber ganado aquella final contra el
Corrales, jugando nada menos que nueve contra once? Hace ya dos años y me
parece ver al Pampa, que todavía no había cometido el afane pero lo estaba
germinando, correrse por la punta y escupir el centro, justo a los cuarenta y
cuatro de la segunda etapa, y yo que la veo venir y la coloca tan al ángulo que el
golerito no la pudo ni pellizcar y ahí quedó despatarrado, mandándose la parte
porque los de Progreso le habían echado el ojo. ¿O qué te parece haber
aguantado hasta el final en la cancha del Deportivo Yi, donde ellos tenían el juez,
los línema, y una hinchada piojosa que te escupían hasta en los minutos
adicionales por suspensiones de juego, y eso cuando no entraban al fiel y te
gritaban: "¡Yi! ¡Yi! ¡Yi!" como si estuvieran llorando, pero refregándote de paso el
puño por la trompa? Y uno haciéndose el etcétera porque si no te tapaban. Lo
que yo digo es que así no podemos seguir. O somos amater o somos profesional.
Y si somos profesional que vengan los fasules. Aquí no es el Estadio, con
protección policial y con esos mamitas que se revuelcan en el área sin que nadie
los toque. Aquí si te hacen un penal no te despertás hasta el jueves a más tardar.
Lo que está bien. Pero no podés pretender que te maten y después ni se
acuerden de vos. Yo sé que para todos estuve horrible y no precisa que me
pongas esa cara de Rosigna y Moretti. Pero ni vos ni don Amílcar entienden ni
entenderán nunca lo que pasa. Claro, para ustedes es fácil ver la cosa desde el
alambrado. Pero hay que estar sobre el pastito, allí te olvidás de todo, de las
instrucciones del entrenador y de lo que te paga algún mafioso. Te viene una
cosa de adentro y tenés que llevar la redonda. Lo ves venir al jalva con su carita
de rompehueso y sin embargo no podés dejársela. Tenés que pasarlo, tenés que
pasarlo siempre, como si te estuvieran dirigiendo por control remoto. Si te digo
que yo sabía que esto no iba a resultar, pero don Amílcar que empieza a inflar y
todos los días a buscarme a la fábrica. Que yo era un puntero de condiciones,
que era una lástima que ganara tan poco, y que aunque perdiéramos la final él
me iba a arreglar el pase para el Everton. Ahora vos calculá lo que representa un
pase para el Everton, donde además de don Amílcar, que después de todo no es
más que un cafisho de putas pobres, está nada menos que el doctor Urrutia, que
ése sí es Director de Ente Autónomo y ya colocó en Talleres al entreala de ellos.
Especialmente por la vieja, sabés, otra seguridad, porque en la fábrica ya estoy
viendo que en la próxima huelga me dejan con dos manos atrás y una adelante. Y
era pensando en esto que fui al café Industria a hablar con don Amílcar. Te
aseguro que me habló como un padre, pensando, claro, que yo no iba a aceptar.
A mí me daba risa tanta delicadeza. Que si ganábamos nosotros iba a ascender
un club demasiado díscolo, te juro que dijo díscolo, y eso no convenía a los
sagrados intereses del deporte nacional. Que en cambio el Everton hacía dos
años que ganaba el premio a la corrección deportiva y era justo que ascendiera
otro escalón. En la duda, atenti, pensé para mi entretela. Entonces le dije el
asunto es grave y el coso supo con quién trataba. Me miró que parecía una lupa
y yo le aguanté a pie firme y le repetí que el asunto es grave. Ahí no tuvo más
remedio que reírse y me hizo una bruta guiñada y que era una barbaridad que
una inteligencia como yo trabajase a lo bestia en esa fábrica. Yo pensé te
clavaste la foja y le hice una entradita sobre Urrutia y el Ente Autónomo.
Después, para ponerlo nervioso, le dije que uno también tiene su condición
social. Pero el hombre se dio cuenta que yo estaba blando y desembuchó las
cifras. Graso error. Allí nomás le saqué sesenta. El reglamento era éste: todos
sabían que yo era el hombre‐gol, así que los pases vendrían a mí como un solo
hombre. Yo tenía que eludir a dos o tres y tirar apenas desviado o pegar en la
tierra y mandarme la parte de la bronca. El coso decía que nadie se iba a dar
cuenta que yo corría pa los italianos. Dijo que también iban a tocar a Murias,
porque era un tipo macanudo y no lo tomaba a mal. Le pregunté solapadamente
si también Murias iba a entrar en Talleres y me contestó que no, que ese puesto
era diametralmente mío. Pero después, en la cancha, lo de Murias fue una
vergüenza. El pardo no disimuló ni medio; se tiraba como una mula y siempre lo
dejaban en el suelo. A los veintiocho minutos ya lo habían expulsado porque en
un escrimaye le dio al entreala de ellos un codazo en el hígado. Yo veía de lejos
tirándose de palo a palo al meyado Valverde, que es de esos idiotas que
rechazan muy pitucos cualquier oferta como la gente, y te juro por la vieja que es
un amater de órdago, porque hasta la mujer, que es una milonguita, le mete
cuernos en todo sector. Pero la cosa es que el meyado se rompía y se le tiraba a
los pies nada menos que a Bademian, ese armenio con patada de burro que hace
tres años casi mata de un tiro libre al golero del Cardona. Y pasa que te contagiás
y sentís algo adentro y empezás a eludir y seguís haciendo dribles en la línea del
córner como cualquier mandrake y no puede ser que con dos hombres de menos
(porque al Tito también lo echaron, pero por bruto) nos perdiéramos el ascenso.
Dos o tres veces me la dejé quitar pero ¿sabés? me daba un calor bárbaro
porque el jalva que me marcaba era más malo que tomar agua sudando y los
otros iban a pensar que yo había disminuido mi estándar de juego. Allí el
entrenador me ordenó que jugara atrasado para ayudar a la defensa y yo pensé
que eso me venía al trome porque jugando atrás ya no era el hombre‐gol y no se
notaría tanto si tiraba como la mona. Así y todo me mandé dos boleos que
pasaron arañando el palo y estaba quedando bien con todos. Pero cuando me
corrí y se la pasé al Ñato Silveira para que entrara él y ese tarado me la pasó de
nuevo, a mí que estaba solo, no tuve más remedio que pegar en la tierra porque
si no iba a ser muy bravo no meter el gol. Entonces, mientras yo hacía que me
arreglaba los zapatos, el entrenador me gritó a lo Tittaruffo: “¿Qué tenés en la
cabeza? ¿Moco?” Eso, te juro, me tocó aquí dentro, porque yo no tengo moco y
si no preguntale a don Amílcar, él siempre dijo que soy un puntero inteligente
porque juego con la cabeza levantada. Entonces ya no vi más, se me subió la
calabresa y le quise demostrar al coso ése que cuando quiero sé mover la guinda
y me saqué de encima a cuatro o cinco y cuando estuve solo frente al golero le
mandé un zapatillazo que te lo boliodire y el tipo quedó haciendo sapitos pero
exclusivamente a cuatro patas. Miré hacia el entrenador y lo encontré sonriente
como aviso de Rider y recién entonces me di cuenta que me había enterrado
hasta el ovario Los otros me abrazaban y gritaban: “¡Pa los contras!”, y yo no
quería dirigir la visual hacia donde estaba don Amílcar con el doctor Urrutia o sea
justo en la banderita de mi córner, pero en seguida empezó a llegarme un kilo de
putiadas, en la que reconocí el tono mezzosoprano del delegado y la ronquera
con bitter de mi fuente de recursos. Allí el partido se volvió de trámite intenso
porque entró la hinchada de ellos y le llenaron la cara de dedos a más de cuatro.
A mí no me tocaron porque me reservaban de postre. Después quise recuperar
puntos y pasé a colaborar con la defensa, pero no marcaba a nadie y me pasaban
la globa entre las piernas como a cualquier gilberto. Pero el meyado estaba en su
día y sacaba al córner tiros imposibles. Una vuelta se la chingué con efecto y
todo, y ese bestia la bajó con una sola mano. Miré a don Amílcar y al delegado, a
ver si se daban cuenta que contra el destino no se puede, pero don Amílcar ya no
estaba y el doctor Urrutia seguía moviendo los labios como un bagre. Allí nomás
terminó uno a cero y los muchachos me llevaron en andas porque había hecho el
gol de la victoria y además iba a la cabeza en la tabla de los escores. Los
periodistas escribieron que mi gol, ese magnífico puntillazo, había dado el más
rotundo mentís a los infames rumores circulantes. Yo ni siquiera me di la ducha
porque quería contarle a la vieja que ascendíamos a Intermedia. Así que salí todo
sudado, con la camiseta que era un mar de lágrimas, en dirección al primer
teléfono. Pero allí nomás me agarraron del brazo y por el movado de oro le di la
cana a la bruta manaza de don Amílcar. Te juro que creía que me iba a felicitar
por el triunfo, pero está clavado que esos tipos no saben perderla. Todo el
partido me la paso chingándola y tirando desviado o sea hipotecando mis
prestigios, y eso no vale nada. Después me viene el sarampión y hago un gol de
apuro y eso está mal. Pero ¿y lo otro? Para mí había cumplido con los sesenta
que le había sacado de anticipo, así que me hice el gallito y le pregunté con gran
serenidad y altura si le había hablado al delegado sobre mi puesto en Talleres. El
coso ni mosquió y casi sin mover los labios, porque estábamos entre la gente, me
fue diciendo podrido, mamarracho, tramposo, andá a joder a Gardel, y otros
apelativos que te omito por respeto a la enfermera que me cuida como una
madre. Dimos vuelta una esquina y allí estaba el delegado. Yo como un caballero
le pregunté por la señora, y el tipo, como si nada, me dijo en otro orden la
misma sarta de piropos, adicionando los de pata sucia, maricón y carajito. Yo
pensé la boca se te haga un lago, pero la primera torta me la dio el Piraña,
aparecido de golpe y porrazo, como el ave fénix, y atrás de él reconocí al Gallego
y al Chiche, todos manyaorejas de Urrutia, el cual en ningún momento se ensució
las manos y sólo mordía una boquilla muy pituca, de ésas de contrabando. La
segunda piña me la obsequió el Canilla, pero a partir de la tercera perdí el orden
cronológico y me siguieron dando hasta las calandrias griegas. Cuando quise
hacerme una composición de lugar, ya estaba medio muerto. Ahí me dejaron
hecho una pulpa y con un solo ojo los vi alejarse por la sombra. Dios nos libre y
se los guarde, pensé con cierta amargura y flor de gusto a sangre. Miré a diestro
y siniestro en busca de S.O.S. pero aquello era el desierto de Zárate. Tuve que
arrastrarme más o menos hasta el bar de Seoane, donde el rengo me acomodó
en el camión y me trajo como un solo hombre al hospital. Y aquí me tenés. Te
miro con este ojo, pero voy a ver si puedo abrir el otro. Difícil, dijo Cañete. La
enfermera, que me trata como al rey Farú y que tiene, como ya lo habrás
jalviado, su bruta plataforma electoral, dice que tengo para un semestre. Por
ahora no está mal, porque ella me sube a upa para lavarme ciertas ocasiones y
yo voy disfrutando con vistas al futuro. Pero la cosa va a ser después: el período
de pases ya se acaba. Sintetizando, que estoy colgado. En la fábrica ya le dijeron
a la vieja que ni sueñe que me vayan a esperar. Así que no tendré más remedio
que bajar el cogote y apersonarme con ese chitrulo de Urrutia, a ver si me da el
puesto en Talleres como me habían prometido.
(1954)

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